jueves, 14 de junio de 2007

→ La muerte de Madonna


Fue la primera que se pegó el misterio en el barrio San Camilo. Por aquí, casi todas las travestis están infectadas, pero los clientes vienen igual, parece que más les gusta, por eso tiran sin condón.

Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuando la vio por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca imitándola, copiando sus gestos, su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la molestábamos, le decíamos, Madonna Peñi, Madonna Curilagüe, Madonna Pitrufquén. Pero ella no se enojaba, a lo mejor por eso se tiñó el pelo, rubio, rubio casi blanco. Pero ya el misterio le había debilitado las mechas. Con el agua oxigenada se le quemaron las raíces, y el cepillo quedaba lleno de pelos. Se le caía a mechones. Nosotros le decíamos que parecía perra tiñosa, pero nunca quiso usar peluca. Ni siquiera la hermosa peluca platinada que le regalamos para la pascua, que nos costó tan cara, que todos los travestis le compramos en el centro juntando las chauchas, peso a peso, durante meses. Solamente para que la linda volviera a trabajar y se le pasara la depre. Pero ella era orgullosa, nos dio las gracias con lágrimas den los ojos, la apretó en su corazón y dijo que las estrellas no podían aceptar este tipo de obsequios.

Antes del Misterio, tenía un pelo tan lindo la diabla, se lo lavaba todo los dias y se sentaba en la puerta peinándose, hasta que se le secaba. Nosotros le decíamos: Entrate niña que va a pasar la comisión, pero ella como si lloviera. Nunca le tuvo miedo a los pacos. Se les paraba bien altanera la loca, les gritaba que era una artista, y no una asesina como ellos. Entonces le daban duro, la apaleaban hasta dejarla tirada en la vereda y la loca no se callaba, seguía gritándoles hasta que desaparecía el furgón. La dejaban como membrillo corcho, llena de moretones en la espalda, en los riñones, en la cara. Grandes hematomas que no se podían tapar con maquillaje. Pero ella se reía. Me pegan porque me quieren, decía con esos dientes de perla que se le fueron cayendo de auno. Después ya no quería reírse más, le dio por el trago, se lo tomaba todo hasta quedar tirada y borracha que daba pena.

Sin pelo ni dientes, ya no era la misma Madonna, que tanto nos hacía reír cuando no venían clientes. Nos pasábamos las noches en la puerta, cagadas de frío haciendo chistes. Y ella imitando a la Madonna con el pedazo de falda, que era un chaleco beatle que le quedaba largo. Un chaleco canutón, de lana con lamé, de esos que venden en la ropa americana. Ella se lo arremangaba con un cinturón y le quedaba una regia minifalda. Tan creativa la cola, de cualquier trapo inventaba un vestido.

Cuando se puso la silicona, le dió por los escotes. Los clientes se volvían locos, cuando ella les ponía las tetas en la ventana del auto. Y parece que veían a la verdadera Madonna diciendo: Mister, lovmi plis.

Ella sabía todas las canciones, pero no tenía ni idea de lo que decían. Repetía como lora las frases en inglés poniéndole el encanto de su cosecha analfabeta. Ni falta hacía saber lo que significaban los alaridos de la rucia. Su boca de cereza modulaba tan bien los tuyú, los miplís, los rimember lovmi. Cerrando los ojos, ella era la Madonna, y no bastaba tener mucha imaginación para ver el duplicado mapuche, casi perfecto. Eran miles de recortes de la estrella que empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su cuerpo que armaban el firmamento de la loca. Todo un mundo de periódicos y papeles colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y besos Monroe las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados en la muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto con retazos del jet set que rodeaba a la cantante. Así, mil Madonnas revoloteaban a la luz cagada de moscas que amarillaba la pieza, reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas las formas, de todos los tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir en el terciopelo enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no pudo levantarse, cuando el SIDA la tumbó en el colchón hediondo de la cama. Lo único que pidió cuando estuvo en las despedidas fue escuchar un casette de Madonna y que le pusieran su foto en el pecho.

(Fragmento, extraído del libro, "loco Afan", Pedro Lemebel)

 
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